Bueno, para comenzar. Refiriéndome al título de mi blog, Tengo el placer de presentarles mi novela de vampiros: "El cisne de hielo". Obra por la cual siento un muy especial cariño, ya que se trata de la primera novela que he escrito. Hace más de diez años ya, que sin tener una razón clara... Sin un por qué definido. Tal vez fueron las decepciones de mi juventud, que en mi personal reclusión, lejos de todo, simplemente, con un lápiz y papel, me fui de viaje más allá del mundo, a ese mundo interior... Ese que todos tenemos, aunque no todos lo quieren ver, menos explorarlo. Un mundo lleno de maravillas y misterios. Un mundo como el universo mismo. Un mundo por descubrir.
Así fue como a raíz de muchas situaciones e inspiraciones personales, mi querida hija Natasha, una preciosa pero ermitaña y gélida vampira de la Rusia zarista, surgió de esta oscura dimensión desconocida para contar su fascinante historia a través de vuestro servidor. Y desde entonces, mi mimada bailarina vampiro ha estado mordiendo mi cuello y succionándome la vida, como cada amada obra hace con su apasionado autor. Pero ahora es momento de que tú, querido lector, conozcas esta historia de melancólica oscuridad, y no dejes a Natasha verte dormir tras los empañados cristales de tu ventana, ignorante de las fascinantes cosas y criaturas que pueden estar más cerca de ti de lo que te imaginas.
Si te gusta viajar por otros mundos... Si no temes a la oscuridad. Amarás El cisne de hielo. Que después de todo, no sólo son monstruos los que habitan los reinos de las sombras. También allí subyacen los tesoros ocultos de tu propio corazón. Sólo tienes que iluminarlos para verlos brillar.
Y para comenzar, os dejo con los primeros dos capítulos de la novela, ya próxima a lanzarse el día 24 de enero de 2013, durante la 31 feria del libro de Viña del Mar.
Que los disfrutes.
Aniel
Bifrost
El
Cisne de hielo
ЕЛ
СИСНЭ
ДЭ
ИЭЛО
Puerto
de Escape
2013
Índice
Prólogo
А
1 La heredera de los misterios
Б
2 El emblema del cisne
В
3 Enseñanzas nocturnas
Г
4 El huevo enjoyado
Д
5 Rosas azules
Е
6 Travesía en el barco de la muerte
Ж
7 La bailarina hechizada
З
8 La reina Lorelei
И
9 El terrible capitán Sangre
Й
10 Desayuno en Estocolmo
К
11 Amantes de la noche
Л
12 Tierras exóticas
М
13 El llanto de una balalaica
Н
14 Hija pródiga
О
15 Hogar lejos del hogar
П
16 La princesa taimada
Р
17 La bailarina maldita
С
18 El corazón de Natasha
Epílogo
A Ligia,
la
bailarina que danza en teatros de dimensiones etéreas,
sobre la
palma de Dios,
donde
nadie la puede alcanzar.
Prólogo
Shk… Shk…
El sonido de la pala dándole de tarascones a la tierra estéril
acapara mi atención. Es que más allá, todo parece ser oscuridad y
silencio. Pero la monotonía puede relajarme, como el soporífero
siseo de la lámpara de gas.
El rostro
viejo del sepulturero, con su medio acabado cigarrillo en los labios,
me hace sentir que aquí no ocurre nada espeluznante; me hace olvidar
que estoy temblando. El hombre realiza su trabajo como el hábito de
lavarse los dientes, y con mucho más ahínco, pues para ello muy
bien se le ha pagado, y para no pensar siquiera en la razón que ha
traído a este par de jovencitas a un cementerio como este en medio
de la noche.
Natalia
está como ida, sus ojos excelsos no dejan de taladrar la fosa, como
si pudiera ver lo que esconden sus entrañas, y se posan una y otra
vez en la inscripción de la lápida. Yo… no entiendo esos
carácteres… rusos.
—¿Qué
dice…?
—Dice:
“Natasha Alexandrovna Velyevskaya* (1898-1918). El
Cisne de hielo”.
—Pero…
Entonces, ¿quién está aquí?
—Yo
—responde mi compañera, con ese acento siniestro que más cruel
parece al pronunciarse con esa boquita rosa.
Y
ahí está, a mis espaldas, eternamente hermosa. Me pone una mano
enguantada en el hombro; me pide que me calme, que no tenga miedo,
que pronto todo llegará a su fin. Es un gesto apreciable viniendo de
ella. Pero no quiero mirarla; no quiero ver su antigua belleza y sus
ojos espectrales brillando como los de un gato. Y su piel, lozana y
pálida, antinatural. Si la miro bien, veo la verdad. Los cosméticos
no hacen más que acentuar la paranormalidad de su rostro. Parece más
bien una de esas estilizadas caricaturas femeninas del animé
japonés. Ya sé que jamás me hará daño, pero nunca terminaré de
acostumbrarme a su presencia. Sé, sin embargo, que el no sentirla a
mi lado sería frustrante; frustrante el razonar y caer en la idea de
que ella sólo ha sido alguna especie de ensoñación. Entonces,
¿cómo podría tener alguna irrefutable prueba de magia? Y a decir
verdad, también he llegado a quererla.
Mi vida ya
no será la misma; todo cambió con ella, aquella noche en que se me
apareció.
————————————————————————————————————
*Natasha
Alexandrovna Velyevskaya:
Tanto en Rusia como en otros países de la ex URSS y de Europa
oriental, después del nombre de pila y antes del apellido de familia
(paterno) se usa un patronímico correspondiente a un derivado del
nombre de pila del padre. Ejs: Ivanov = hijo de Iván, Alexandrovich
= hijo de Alexander. O en el caso femenino: Ivánova = hija de Iván,
Alexandrovna = hija de Alexander.
Por
lo mismo, además, todos los apellidos rusos, que en su gran mayoría
deben su origen a un patronímico, se usan con diferenciación de
género masculino/femenino según el sexo de la persona que lo lleva.
Ejs: Kurnikov/Kurnikova, Kórsakov/Korsakova, Plisetsky/Plisetskaya,
Velyevsky/Velyevskaya.
Apellido
materno, no se usa.
А
1
La
heredera de los misterios
Mi abuela
puso el grito en el cielo cuando le dije que quería ser bailarina
clásica. No porque ella despreciara la vocación artística, sino
porque tenía la extraña idea de que el talento estético estaba
influenciado por fuerzas malignas, y muy en especial la danza.
Desde muy
niña yo sabía bien que lo que más deseaba en la vida era bailar. Y
la abuela, viéndome jugar a la bailarina frente a un espejo, nada
decía, pero ponía la cara larga, con un brillo de tristeza en los
ojos; yo no sabía por qué.
Yo quería
mucho a mi abuela Tatiana, pero nunca pude entender esa extraña
manía suya; esa enfermiza superstición, por la cual todos la
rehuían.
Era muy
religiosa, pero ni la iglesia en nuestros tiempos sale a la caza de
brujas y demonios. En su casa de Inglaterra, tenía un verdadero
arsenal para enfrentar a los malos espíritus: crucifijos de todo
tipo y tamaño, santitos, botellas de agua bendita, guirnaldas de ajo
y estacas de madera para los vampiros, una vieja carabina cargada con
balas de plata para hombres-lobo y un sinfín de otros artilugios,
con los cuales, según ella, podía dormir tranquila.
Pero, ¿qué
podía hacer ella contra los anhelos de una niña? ¿Y qué podían
hacer sus amuletos contra el paso del tiempo? Tarde o temprano el
tiempo nos vence a todos.
A mi abuela
el tiempo la venció una tarde de otoño mientras, como de costumbre
ojeaba su biblia ortodoxa. La habían encontrado sentada a la mesa,
en su casa de Hampshire, con una media taza de té frío. Simplemente
se había desprendido de la vida como otra hoja seca que se desprende
de las arboledas de aquella triste estación.
Tuvo un
breve funeral, no había necesidad de prolongarlo. Sus más cercanos
se habían marchado mucho antes que ella, llevándose las cosas y la
vida que ella había amado.
Tampoco
había razones para tentar a los buitres de siempre. Las posesiones
de la abuela, salvo su desvencijada casona, eran sólo recuerdos y
una pila de chucherías.
Yo no
quería ir a la lectura del testamento. No quería apenarme. Deseaba
quedarme en Nueva York, acudir a mis clases de danza y lo demás.
Pero no podía cerrar los ojos, no podía ignorar su última
voluntad, como ya había ignorado tantas otras. Se lo debía.
No fue
sorpresa, entonces, que siendo su nieta única y el consuelo de
muchos de sus años de soledad, me heredara su casa en fideicomiso, y
sus objetos personales, en los que nadie se interesaba, pues no usaba
más joya que un antiguo crucifijo ortodoxo de plata. El destino de
su modesto guardarropa fue la caridad. Los muebles del comedor los
legó a la tía Helena y el gran reloj de la sala a papá; los
cubiertos fueron para fulano y la porcelana para zutano. Y el dinero,
bueno, el poco dinero, como era de suponer, fue dividido en partes
iguales para cada uno de los citados.
Y así,
todo se llevó a cabo, sin faltar, porque nunca faltan, los
refunfuños de algún desubicado. Y finalmente cada cual se marchó
con lo suyo. Ya no había más que hacer.
Papá, tras
despedirse de mí y de la tumba de su madre, regresó a atender su
ferretería de Chicago. Yo, por mi parte, me quedaría un par de días
más, para arreglar esto y revisar aquello.
Al quedarme
sola por fin, pude dialogar en la intimidad con la abuela. Con sus
objetos y con el silencio de su sepulcro. Había sido su voluntad que
se la sepultara junto al abuelo George, y ambos estaban bajo el viejo
roble.
Pero ahora,
¿qué haría yo con los artefactos de ella?
Tras una
laboriosa reflexión, decidí que la mayor parte de esas cosas iría
a parar a una tienda de curiosidades, salvo los pequeños tesoros que
me la recordaban, los que tendrían el melancólico pero digno
destino del valor sentimental.
Así,
pues, vistiendo unos gastados jeans
y una camisa de franela, revolví la casa, identificando esto,
embalando aquello. Me sentí como una cazadora de gnomos, que no eran
más que fetiches de un tiempo perdido que jugaban a esconderse,
traviesos e ignorantes de que su dueña se había marchado para
siempre.
El añoso
reloj de la sala, el que papá había dejado en su sitio (como si el
sólo tocarlo fuera un sacrilegio), me anunciaba, con sus profundas
campanadas, que ya era media noche. “La hora de los espectros”,
decía la abuela. Y el día se me había ido como por arte de magia.
¿Por qué
la abuela no tenía un buen cucú suizo como el resto de las abuelas
europeas? ¿Por qué esas campanadas tenían que ser tan
horripilantes? No es que estuviera asustada, no había razón para
estarlo. ¿Qué podía tener de peligrosa la apacible campiña
inglesa? Si esta gente había inventado un montón de leyendas para
tener de qué asustarse. Si quieren peligro, pues vayan al Bronx, y a
pleno día.
Sin
embargo, me arrepentía de haber dejado el ático para el final.
Según recordaba, éste era el lugar más lóbrego de la casa. Y
según recordaba también, aquí estaba... eso. Eso, que de todas las
cosas atraía más mi curiosidad pueril. Lo busqué con la mirada,
entre un montón de trastos polvorientos. Y de pronto, ahí estaba,
medio oculto por un biombo viejo. El baúl de la abuela, el lugar
donde guardaba sus más íntimos recuerdos.
No encendía
la bombilla eléctrica. Seguro estaba fundida. Por lo que el sitio
estaba parcialmente iluminado sólo por los rayos lunares que se
metían por la ventanilla.
Fui por una
linterna y una herramienta para forzar la cerradura del baúl (de la
llave ni hablar). Al abrirlo, tuve como una sensación de haber
abierto una puerta a otro mundo, una puerta que tal vez jamás debí
haber abierto. Una puerta hacia el pasado, y hacia el descubrimiento
de una historia jamás contada. Una historia que al fin, nadie podrá
creerme.
Ahí
estaban sus muñecas de porcelana, y el cascanueces con el que de
niña yo jugaba a ser Clara.
Pero habían otras cosas; cosas que no había tenido ocasión de
conocer: un par de volúmenes forrados en cuero, una bolsita de tela
bordada y una cajita de latón, que contenía dientes de leche
(obviamente, también los míos).
El más
pequeño de los libros parecía ser un diario. Aun si no hubiera
estado escrito en ruso, no me habría atrevido… El otro, el grande,
acaparó toda mi atención. Se trataba del álbum fotográfico de la
familia de la abuela, la familia Velyevsky. Aunque antiguas, las
fotos eran claras y dejaban entrever la pompa y el romanticismo de
otra época.
La abuela
hablaba poco de sus padres y de su vida en la Rusia de antaño. Algo
sabía yo de ellos, aunque casi nada de sus hermanos: un hermano
mayor y una hermana, en el retrato familiar. No podía distinguir
cuál de las dos chicas era la abuela. Eran tan jóvenes y se veían
tan felices. Era una familia hermosa, o más bien, lo había sido.
Pero se notaban tan ajenos, tan lejanos en el tiempo. Mas, si los
miraba con detenimiento, veía vida en sus ojos, y sueños; me veía
a mí misma, tal vez.
Y olvidé
todo lo demás, mientras sentada en el suelo del ático, me daba a
ojear esas fotografías. Y entonces, al volver una de las páginas,
hice un descubrimiento sorprendente. Una de las hermanas ¡era una
bailarina! Me quedé boquiabierta. Era la foto de una espléndida
bailarina, altivamente erguida de puntillas en un pie.
Las
preguntas se agolparon en mi mente: ¿Quién era ella? ¿Qué hacía
esa foto en el álbum de la abuela? ¿Qué había sucedido?
Como era
imposible arrancar respuestas de la nada, me quedé contemplando la
imagen, deseando ser ella.
Entonces,
algo me arrancó violentamente de mi ensoñación. La sentí
claramente: la risilla burlesca de una joven. ¡Alguien me observaba!
Y un súbito frío me recorrió el espinazo. Deprisa, dirigí el haz
de la linterna hacia la ventanilla, sólo para captar el rápido
movimiento de una sombra allá afuera.
Ahora,
estaba realmente asustada. Tomé la carabina de su sitio en la
chimenea, y armándome de valor salí de la casa.
Era una
noche clara, sólo los esqueléticos árboles la manchaban con sus
sombras atroces, y ese frío no era propio de la naturaleza, ni del
miedo. Ese frío no era normal, no era físico; eran ondas heladas
que provenían de un lugar bajo el viejo roble.
—¿Quién
anda ahí? —pregunté, más envalentonada por el miedo que por el
valor.
Y al
acercarme más, la vi. Era una mujer vestida de negro, coronada con
un luminoso cabello ensortijado, que escapaba generoso de un tocado a
lo Scarlet O’Hara. Al volverse hacia mí, noté que su piel era
extremadamente blanca, ¡como la de un fantasma!
—¿Quién
eres? —insistí aterrada, con el arma temblándome en las manos. No
tenía intenciones de disparar, y el viejo fusil, realmente, ni
siquiera estaba cargado. Sólo quería amedrentar, pero la
amedrentada era yo.
Un velo
cubría la parte superior de su rostro, haciéndola aún más
enigmática, y ese vestido, como el de Morticia Adams, la hacía
parecer tan tétrica como el mismo ángel de la muerte; tal vez, eso
era. Ni siquiera se inmutó al verse encañonada. Por el contrario,
con movimientos muy finos y elegantes, se inclinó y depositó una
rosa blanca ante la más reciente de las lápidas. Después, se
levantó y se dirigió a mí. No parecía un ser vivo, muy por el
contrario, ella era como una sombra pintada sobre el vacío por una
fuerza extraña y, completamente ajena a la vida. ¡Y esos ojos! No,
jamás había visto colores semejantes. Jamás había visto
resplandor tal. Su mirada me sedaba, me fascinaba, pero a la vez,
incrementaba mi pavor, hasta el punto de hacerme gritar y correr.
Pero no podía. Nada podía hacer, yo estaba como paralizada. Y de
repente, la tenebrosa mujer, sin más, pegó la vuelta y desapareció
como un rayo negro.
Con nadie
hablé del asunto, jamás.
Al día
siguiente empaqué y me fui. Nada en el mundo podría persuadirme de
pasar otra noche sola en aquel lugar, sobre todo, después de
encontrar esa rosa blanca en la tumba de la abuela esa misma mañana.
No, lo
ocurrido no había sido un sueño, ni algo por el estilo, y por lo
mismo, me negué a seguir pensando en ello, decidida a olvidarlo.
Pero yo ignoraba completamente que el asunto no terminaría ahí.
Ignoraba que esto era sólo el comienzo.
Sólo
después de encontrarme cómodamente sentada a bordo del primer vuelo
de British
con destino a Nueva York, vine a recuperar la calma añorada,
mientras los colorados vestigios del crepúsculo encendían por un
momento la hilera de ventanillas a un costado de la nave. Más
adelante, una sobrecargo, habiéndose perdido la señal televisiva de
Londres, ponía un vídeo en el sistema de la pequeña pantalla de
cine. Algunos hombres rezongaron al desvanecerse la transmisión del
partido del Glasgow Rangers versus Real Madrid, pero muchos chicos
también se alegraron, al comenzar una de esas películas de
Shwarzenegger que yo ya había visto un par de veces.
Todo estaba
en calma. Entonces, abrí mi bolso de viaje con el fin de registrar
lo que allí había metido con tanta premura. Buscaba el álbum de
fotos, y mis manos tropezaron con la bolsita bordada. La estrujé y
sentí algo similar a un paquete de cigarrillos en su interior. Qué
extraño, la abuela no fumaba. Encendí la lamparilla del panel sobre
mi cabeza para ver de qué se trataba. Era un montoncito de viejas
cartas amarillentas, y… y… unas zapatillas de… ballet, raídas,
pero aún así, limpias y bien conservadas.
Abue se
había marchado, dejándome totalmente intrigada, y en realidad, yo
había heredado un misterio. Algo había ocurrido en su vida, algo
que quiso ocultar, algo que… Abrí el álbum y con él, una cápsula
del tiempo en la que, entre otros, residía aquella bailarina
inmortalizada en el esplendor de su gloria y juventud.
Pequeñas
grandes cosas habían sido siempre mis mejores amigas. En los
momentos de soledad, venían en mi ayuda, alejándome de un mundo
presuroso y tecnificado que se hacía cada vez más cruel y
despiadado. Un mundo en el que la gente se convertía en números, y
hasta una sonrisa se compraba o vendía al mejor postor.
Ahora, la
bailarina sería mi nuevo ídolo privado. Y tras dirigirle una mirada
cómplice, destapé la botella y bebí un gran sorbo de mi yogurt
dietético. Estaba helado. ¡No..., no era el yogurt! ¡Era ese frío
otra vez! Pude reconocerlo ¡Ese ser, estaba allí, dentro del avión!
¡Ella!
Mi piel
estaba erizada, mis manos sudaban. Recorrí con la mirada los
corredores y las cabezas de quienes dormitaban en sus butacas. Era yo
al parecer, la única consciente de aquel frío supradimensional, que
a la larga, parecía ser producto de mi propia imaginación. Pero no,
me negaba a creer que me estaba volviendo loca.
—¡Qué
linda! —dijo una melodiosa y juvenil voz femenina.
—¿Eh?
—¡Qué
linda…! ¡La fotografía! —me decía la pasajera de un asiento
contiguo.
—¿Mm…?
—Ah.
Zdravstvuite,
dobry vecher.
—Disculpe,
me toma por sorpresa, no entendí lo que dijo.
—A
juzgar por la remisión de esos sobres, pensé que eras rusa; pero ya
veo que no.
—No,
no lo soy. Perdone usted, es que estoy un poco nerviosa… Ah…
Y al fijar
la atención en mi interlocutora, vi que se trataba de una
deslumbrante y grácil joven.
Tenía
un hermoso cabello castaño claro, muy dorado, que lucía con un
peinado estilo María Antonieta. Su tímida mirada, al fijarse,
parecía intensa y coqueta, medio oculta tras unas gafas jack.
Y su fina y respingona nariz, así como el armonioso conjunto que
formaba con el resto de su cara, de prominentes pómulos, no dejaban
lugar a dudas de que se trataba del vivo ejemplo de un suculento
manjar para los lentes de Voge
o Cosmopolitan.
—¿Nerviosa
por qué?
—¿Usted
no siente frío?
—Mm…
No. ¿Debería? Tal vez te hace falta un café caliente, o mejor aún,
un buen trago de vodka —dijo, esbozando una sonrisa de lo más
cómplice, que, de paso, me arrancó una risilla. Y ese acento, sí,
tan familiar; un acento como el de la abuela.
—¿Viajas
sola? —preguntó.
—Sí,
¿y usted?
—Yo
hace mucho que viajo sola. ¿Te molesta si ocupo este lugar?
—No,
claro que no.
Y
ella se instaló en el asiento que hasta entonces nos separaba. Así,
pude tener una visión más plena de su figura. Llevaba puesto un
jersey
de mullido y largo cuello, de un casimir tan inmaculado como la
nieve. Y su falda escocesa, de vivos tonos anaranjados, revelaba un
increíble par de piernas, que no pude evitar envidiarle. Y eso que
me gastaba horas ejercitando las mías en la academia.
—Y
supongo que usted sí es rusa, ¿no?
Ella hizo
un gesto leve, enfocando su mirada lejos del asunto, como buscando
pensamientos perdidos.
—Alguna
vez lo fui, da.
Nací allá, pero las circunstancias me obligaron a abandonar mi
patria. Ahora soy ciudadana del mundo, como dicen los
librepensadores.
De pronto,
extendió la diestra hacia mí. Tenía puesto un lustroso par de
guantes de piel de serpiente, y curvaba la mano como si esperara a
que se la fueran a besar.
—Natalia,
Natalia Swan* —dijo, presentándose a lo James Bond.
Era obvio
que se había cambiado el apellido. Con eso de la guerra fría, no
era de extrañar que muchos odiaran a los rusos.
—Megan,
Megan Mackalister.
—Tanto
gusto, Megan. ¿Y, quién es ella? —preguntó la amistosa chica,
indicando la fotografía que había estado admirando.
—Es
lo que también me gustaría saber a mí.
Y
le conté la historia, exceptuando, claro está, lo
obvio.
Ella me
escuchó con atención, agregando siempre un: “Oh, ¿de verdad?”,
o un: “¿Si?” Parecía muy interesada en conocer todo sobre mí,
y se mostró emocionada al saber que yo estudiaba danza clásica, lo
que nos llevó de vuelta a la foto.
————————————————————————————————————
*Swan
(Ing.)
=
Cisne
—Y
tú quieres saber quién es ella, o, mejor dicho, quién fue. A ver,
¿me dejarías que la viera de cerca?
Con el
álbum en sus manos, comenzó a murmurar: “Oh, sí, mm… sí”. Y
finalmente, dijo:
—¡Sí,
es ella! ¡¿Cómo no la reconocí antes?!
—¡Qué!
—Es ella,
Natasha Alexandrovna Velyevskaya.
“Sí,
femenino de Velyevsky”.
—Pero...,
¿cómo sabes de ella?
—Mi
madre, que en paz descanse, coleccionaba afiches y fotos de las más
grandes bailarinas de Rusia, desde Ana Pavlova a Maya Plisetskaya. Y
me contaba las historias de cada una de ellas. Mi madre sabía mucho
del ballet. Es que el pueblo ruso es muy amante de su cultura, y ella
no era la excepción; y a decir verdad, yo tampoco. Estoy realmente
asombrada —continuó diciendo—, estoy hablando con una
descendiente de una de las más grandes bailarinas clásicas de
Rusia.
—Yo…
yo… yo misma estoy asombrada, no lo sabía. Mi abuela nunca me
habló de ella; mi abuela odiaba el ballet, no entiendo el porqué.
No sé qué ocurrió.
Percibí
que Natalia volvía a hacer ese gesto, como evadiéndose de la
situación.
—¿Qué
ocurre? ¿Usted sabe algo?
—Eres
muy perceptiva, Dorogaya.
Algo ocurrió, ciertamente. La historia de Natasha, de todas, es la
más extraña. Su vida fue alimento de una leyenda que circuló por
ahí; una leyenda que el pueblo ruso prefirió olvidar. El caso es
que una noche, cuando Natasha se alzaba como la más grande de todas,
justo al final de El
lago de los cisnes,
ella simplemente desapareció, sin dejar rastro. Tus bisabuelos
enloquecieron buscándola. Se dijo que, cegada por una pasión,
Natasha había huido con un desconocido amante, y que en realidad…
Oh.
—¡Qué!
—No,
disculpa, me dejé llevar. He sido una torpe indiscreta. Tú no debes
escuchar esas cosas. Se trata de tus antepasados, después de todo.
—Por
favor, dime, ¿qué fue lo que pasó?
—Bueno,
se dice que en su afán perfeccionista, ella hizo… pacto con el
demonio. Pero no hagas caso a esas estupideces. Dorogaya,
sólo debes tener bien claro que Natasha fue una de las mejores; no,
mejor dicho, fue la mejor, aunque su nombre fuera prácticamente
borrado de la historia del ballet ruso. Lo demás, son bobaliconas
que inventó la gente ociosa. Y tú, mi Dorogaya
Megan,
seguirás sus pasos y te convertirás en la mejor del mundo —decía
esto último agarrándome fuerte las manos.
Yo me
sonrojé; no era para tanto, pero por complacerla, le seguí el amén.
Era difícil decepcionarla, al notar su intensa mirada tras los
cristales ahumados, como si me dijera: “O sino…”
Mi
charla con Natalia se hizo muy fluida y amistosa. Me alegró tener su
compañía. Con ella había olvidado ese tétrico frío. A juzgar por
su aspecto, no tenía más de dieciocho, pero, sin embargo, no me
atreví a tutearla hasta que me lo permitió. Es que tenía un “no
sé qué”, un cierto garbo, un aire de gran dama. Sus movimientos
de manos, sus gestos y su educada dicción, dejaban en claro que se
trataba de una joven de familia aristócrata; tal vez alguna
princesa. Aunque su hermosura decía que más bien era una modelo
famosa, o una estrella de cine; fue esa la primera impresión que me
dio con esas gafas oscuras. No obstante, era muy culta. Probablemente
era lo primero. Y aunque me pareció un tanto frívola, desde aquel
momento sentí como una atracción, como una fascinación por ella...
La sensación de haber conocido a alguien fuera de lo común, y lo
que más me subyugó fue que ella sentía algo similar por mí.
El resto de
la noche habló de cosas fascinantes que había visto aquí y allá,
porque era prácticamente una viajera empedernida.
Pero
también noté desde aquél primer momento, su gran vacío y soledad.
“Eres muy perceptiva Dorogaya”,
me había dicho. Pero yo ignoraba tanto.
Antes de
que el sueño me arrastrara consigo, Natalia estuvo estudiándome.
Examinó mis manos, mi rostro, e insistió en que me quitara el
calzado; decía que lo más importante eran los pies, y quería ver
cómo los tenía.
—Sí,
eres perfecta, y también… “Ty
ochen krasivaya…”
Como Natasha.
—¿Y eso
quiere decir…?
—Que eres
muy… muy… ¿Cómo se dice? ¡Guapa! Lo siento, los viejos
hábitos, ya sabes.
Lo último
que recuerdo de ella aquella noche, fue verla introduciendo una
tarjeta en un bolsillo de mi chaqueta de mezclilla y reclinar
atentamente el respaldo de mi asiento.
Me
desperté, con la luz del sol en la cara. Una voz sonaba por el
altoparlante. Ya nos disponíamos a aterrizar y debíamos abrocharnos
los cinturones. Fue cuando me percaté de que ella no estaba.
Después,
cuando el avión circulaba por la losa del aeropuerto, pregunté por
ella, describiéndosela a las azafatas, quienes se encogían de
hombros. La busqué entre la gente que descendía de la aeronave.
Pero fue inútil. Se había esfumado. Sólo me había quedado su
tarjeta, con la figurilla de un cisne plateado impresa, su número y
su nombre.
Después
del permiso de cuatro días, regresé a mis clases, a mi apartamento
compartido y a mi vida cotidiana. Y conseguí un bonito marco para mi
retrato favorito.
Varias
veces sostuve la tarjeta de Natalia entre mis dedos. Pero pensaba que
ella tal vez ya no se acordaba de mí. ¿A cuánta gente interesante
habría conocido en sus viajes?
Tras tres
semanas de regreso en Nueva York me vi obligada a visitar a un
terapeuta. Es que esa cosa fría estaba acechándome todas las
noches. Y buscaba estar constantemente acompañada para sentirme
segura. El doc me dijo que se trataba de culpas subconscientes,
gatilladas por la muerte de mi abuela, o algo así. Eso me molestó;
insinuaba que me estaba volviendo paranoica.
Una de esas
noches, al salir de la academia, estaba sintiendo ese frío otra vez.
Abrí mi paraguas, comenzaba a lloviznar. Y mientras caminaba por una
vereda de Broadway, noté que un automóvil me seguía a marcha
lenta. De reojo, vi que se trataba de una inmaculada limusina blanca.
Con el rocío de la noche, parecía un témpano flotando en la calle
de cristal.
Algún
degenerado con dinero, de seguro.
Metí la
mano en el bolso y aferré con fuerza el electrochoque entre mis
dedos, mientras mis ojos buscaban el uniforme de algún policía.
—
¿Adónde vas
con tanta prisa, Dorogaya?
—salió la dulce voz del interior del coche.
—Na…
Na… ¡Natalia!
Sí, era
ella.
El resto de
la noche fue como resbalar por un vertiginoso tobogán, fuera de todo
plan y rutina.
Б
2
El emblema del cisne
Al
subir al coche, mi vida se transformó en una aventura. Me convertí
en el personaje de una novela, que a veces parece un cuento de hadas,
otras, uno de terror.
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